Ese día tocaban unas almejitas a la plancha con una pizca de ajo y perejil, y en el último momento, unas gotas en spray de buen aceite de oliva, un chorrito de limón recién exprimido de nuestro limonero particular y un twist de pimienta negra recién molida. Después nos esperaba un besuguito al horno, con sus patatas bien sabrosas y aquel caldito que invita a mojar pan, aunque esto sea un pecado para la línea. Y catón en nuestras manos una botella de cava fresquito fresquito que abrimos rápidamente y escanciamos en transparentes copas aflautadas. Recién depositado en la copa observamos un color dorado y una burbuja fina y juguetona en abundancia. Al primer impacto olfativo nos entró en nariz todo el Chardonnay del mundo. Buscamos un puntito de manzana, tal vez de plátano y en el fondo, aquel sabor a las galletas de lata azul de cuando éramos pequeños, creo que eran del norte de Europa, con aquel puntito a mantequilla tan rico. No era un cava excesivamente seco, y en boca nos dejaba aquella impresión golosa que produce la crema. Estaba bueno. Echamos un vistazo a la etiqueta. Carolina. De cavas Mascaró. Aquellos cinco puntitos negros de la etiqueta ya han quedado grabados en nuestro subconsciente parea siempre. Es lo que tiene el Penedés. Cosas ricas en botella. Treinta meses en el silencio y oscuridad de la cava tienen la culpa de que repitiéramos botella. Coser y cantar. Y cantamos mucho. Sobre todo a partir de la tercera botella. Masachs. Carolina. Buen cava a buen precio.
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